El frío y la lluvia fue una constante en la tarde del sábado 6 de septiembre. Sin embargo, dado el presente turístico importante que vive el país, gente desde los más diversos orígenes dijo presente y contribuyó así que este popular espacio de 22 años de vida adquiera un microclima especial y lleno de contrastes.
Iniciar el recorrido por la Av. De los Corrales o la Av. Lisandro De la Torre, es indistinto. Lo regional, lo tradicional de nuestras tierras comienza a filtrarse por los sentidos desde los primeros pasos: las múltiples artesanías, los hombres vestidos de gaucho, el olorcito a las empanadas recién horneadas, y una zamba de Cafrune de fondo hacen notorio esa mezcla entre el campo y la ciudad. En el medio, el elemento foráneo aportado por los turistas, y así, la confluencia de idiomas y tonos que por momentos convierte al monumento al Resero, el corazón de la Feria, en una especie de Torre de Babel. Por allá, una simpática yanki tratando de entender a un vendedor cómo hizo su cuadro; del otro lado, una nórdica que no para de probarse carteras; mas para acá dos italianos fascinados por los cuchillos y dos chilenas comparando culturas; en el puestito de comida, un español comiendo tamales; y como si algo faltara, un chino que observa, pero apoyado en la puerta de su supermercado…
De repente, la lluvia cesa y se arma el clásico baile. Los gauchos y las “chinas”, se mueven con alegría, y en medio de los turistas y sus cámaras, un negro senegalés de larga túnica, como recién venido de un ritual de su tribu, mira con extrañeza la danza (¿comparando?) y sonríe con ganas al momento del zapateo de un octogenario bailarín.
Cuando llega el momento de la izada de bandera al ritmo de “Aurora”, las gotas vuelven a caer como queriendo adueñarse de la tarde; será en vano, a esa altura ya nada podrá logrará desteñir tanto color.
Daniel Barrientos